Una tarde de paz en el estío
en que al sopor del caluroso ambiente
se mezclaba lo fresco del rocío.
Hora en que el sol su brillantez perdía,
cubierto allá por las doradas nubes
donde hermosas sus luces escondía.
Sembrada de azucenas y verdura
selva en verdad de dilatado espacio,
convidaba al reposo y la tristura;
y en la pálida sombra que extendían
las ramas de sus árboles frondosos,
misteriosas dulzuras se escondían.
Ningún eco cercano se escuchaba,
ni el insecto de espléndidos colores
jugando por los aires revolaba.
Parece que en redor todo dormía,
que ni aun el aura entre las blandas flores
con su manso murmullo se sentía.
De cuando en vez algún ligero viento
que al mismo tiempo de nacer moría,
cual de un niño que expira el breve aliento.
Un eco inusitado produciendo
pasaba entre el verdor de aquel follaje,
y en el espacio al fin se iba extinguiendo.
Y al cabo en el silencio adormecidas
las olorosas plantas reposaban
en la sombra fresquísima escondidas.
Un joven allí inmóvil descansaba
cabe del pie de carcomida encina,
y una blanda ilusión acariciaba;
y el ¡ay!, que postrimero se sentía
de aquella tarde, amortiguado y yerto,
aquel joven tal vez lo recogía...
Clavado su mirar en unas flores
que lozanas y bellas se entreabrían,
se encantaba, quizás de sus colores.
Y al seguir el instinto que lo impele
con placer una de ellas ha tocado;
mas al instante mismo retrocede.
Ve que la flor tan sonrosada y pura
cambiando su color mustia se vuelve
al sentir de su mano la prensura.
Y una arruga marcó su blanca frente
al mirar transición tan repentina;
y alguna idea se quemó en su mente...
Mas insiste otra vez; la mano alarga
por coger otra flor que era más bella,
y un pensamiento de dolor le embarga
al ver también que se doblega y muere
la flor que tan bonita se mecía,
y en vano el joven revivir la quiere.
Y también esta vez su frente pura
nublada fue por una idea extraña
mezclada entre vapores de amargura.
A poco rato un pajarillo hermoso
de dulce canto y purpurinas alas
que busca en la pradera su reposo,
paróse junto al joven que extasiado
mirándole en su vuelo le siguiera
de su rara belleza enamorado.
Y al verle que tan cerca se detiene
muy suavísimamente le aprisiona,
y un instante en su mano le contiene.
Y el pajarillo entonces aletea
por salir de la cárcel que le oprime,
y pierde su vigor en la pelea.
Y al fin, después de que se agita en vano,
su pobre corazón de latir cesa,
y muerto se le queda entre la mano...
.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Estático el joven palabras pronuncia,
que él sólo comprende, que nadie escuchó,
y mira aquel ave que acaso le anuncia
lo que él algún día, quizá presintió.
La víctima yerta ligero la tira
a donde las flores marchitas están;
y allí de sus restos los ojos retira,
que acaso el mirarlos tristeza le dan.
Y apoya la frente de angustia nublada
al árbol que cerca de sí percibió,
y a poco pensando, quizás en la nada,
cerrando sus ojos durmiendo quedó.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Y la selva también que se dormía,
con el joven aquél, en los vapores
que ocultaba la tarde parecía.
Y un eco de su fondo se exhalaba,
que al grato son del murmurante arroyo
imperceptible y leve se mezclaba.
Y aquel eco sin voz era un aliento,
un respiro vital de aquellas llores
que extendían su aroma por el viento.
Una brisa ligera se levanta,
mueve de pronto las dormidas hojas,
y entre las ramas resbalando canta.
Y parece que entonces nueva vida,
cobró a su vez la soñolienta tarde
del letargo pesado desprendida.
Ya el pájaro cantando voltejea,
y en su vuelo rasante va tocando
la blanca flor que nacarada ondea.
Y el lago que tranquilo reposaba
espejo de purísima limpieza
donde un cielo de azul se reflejaba,
manso viento que pasa y se desliza
su blanda superficie apenas mueve
y en leves ondas su tersura riza.
Todo revive, al parecer, y abierta
la senda de otra vida, se percibe;
mas el joven aquél aún no despierta.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Una paloma silvestre
ligera viene y se posa
en el árbol do reposa
el joven que se durmió.
Ya su cantar poco dulce
marchóse el blando beleño
de su pacífico sueño;
y el joven se levantó.
La vista tiende en la selva
para despedirse acaso,
mas tras él sintiendo el paso
de algún animado ser,
vuelve la cabeza y mira
un niño que juguetea,
y contento se recrea
con inocente placer;
y que en su mano lozanas
las flores marchitas antes,
con sus colores brillantes
volvieron a relucir;
y el pájaro que doliente
entre sus manos muriera,
ora cantando volviera
con su hermosura a vivir.
. . . . . . . . . . . . . .
Entonces el joven
del caso presente
la causa a su mente
pregunta, y la halló.
Y en tanto que el niño
risueño jugaba,
su labio marcaba
sonrisa que heló.
La duda presiente
que acaso a su vida
por siempre irá unida
fatal predicción...
Suspira y su labio
murmura una queja,
y huyendo se aleja
de aquella visión.
Luego un eco
en el espacio
muy despacio
se perdió,
y en los valles
extendido
escondido
murmuró,
con raro
vago
son:
«Al que en la vida una vez
mira la fe ya perdida
que acarició su niñez
y la terrible vejez
siente venir escondida;
quien contempla la ilusión
de su esperanza soñada
muriendo en el corazón
al grito de la razón
¿qué es lo que queda?... ¡nada!...»
Rosalía de Castro (n. Santiago de Compostela a 24 Fev 1837; m. Padron 15 Jul 1885)
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